Eran las cuatro y media de la madrugada. Las estrellas cuchichearon entre sí, detrás de los abanicos, y algo como un enorme chorro de champagne, arrojado por una fuente azul, se dibujó en Oriente. Era el cometa. La luna, esa gran bandeja de plata en donde pone el sol monedas de oro, se escondía, desvelada y pálida, en el Oeste. Los luceros y yo teníamos frío.
Una mística flor, técnica y fría, que el pomo de colores, semillero de seres planos que el dibujo alienta, si bien terrestre, de un trasmundo viene.
Una serpiente trazó un vértice para el sol -en no holladas playas sacó su lengua y tamborileó. ¿Qué fuente escuche? ¿Qué helados discursos? La memoria, confiada a la página, se había muerto.
Cada uno de nosotros tiene su línea de universo por descubrir, pero no se la descubre sino trazándola, trazando su trazo rugoso.