Nunca más me arrodillaré en mi pequeño país, junto a un río, Para que lo pétreo en mí se pueda disolver, Para que nada quede sino mis lágrimas, lágrimas.
Porque aquí, en la tumba, era donde vivía de verdad, es decir, pasaba sentado más de veinte horas diarias sobre la manta de caballerías en una oscuridad total, un silencio total y una inmovilidad total, en el extremo del pétreo pasillo, con la espalda apoyada contra la piedra y los hombros embutidos entre las rocas, por completo autosuficiente.