No hay dolor de que se participe más fácilmente, no hay angustia que tanto llegue al corazón como el de los hijos que han perdido a su madre.
A los seis años yo cargaba un costal y sembraba papas. Marcaba los surcos en los que yo había sembrado cada papa. A los 4 ó 5 meses veía cómo, en el lugar en el que yo había colocado una papa, ahora aparecían 15 ó 20 papas. Eso me parecía mágico. Me sentía partícipe de esa magia.