Existe un límite a la fuerza que ni siquiera los más poderosos pueden aplicar sin destruirse a sí mismos. Juzgar este límite es el auténtico arte de gobernar. Usar mal este poder es un pecado fatal. La ley no puede ser un instrumento de venganza, nunca un rehén, no una fortificación contra los mártires que ha creado. Uno no puede amenazar a una individualidad y escapar de las consecuencias.
He cometido el peor pecado que un hombre puede cometer. no he sido feliz.
Pretendía, al parecer, que su delito fuera considerado como crimen político, y a veces daba la impresión de no luchar para sí, sino para la organización jurídica. La táctica que el juez oponía era la de costumbre: ver en todas las acciones del asesino esfuerzos torpes y astutos para eximirse de responsabilidad.
Y robar a un hombre pobre es delito más grave que robar a uno rico, pues el pobre notará más el daño.