Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas.
Ver un mundo en un grano de arena y un cielo en una flor silvestre, tener el infinito en la palma de la mano y la Eternidad en una hora.