Tú, ave peregrina, arrogante esplendor -ya que no bello- del último occidente: penda el rugoso nácar de tu frente sobre el crespo zafiro de tu cuello, que himeneo a sus mesas te destina.
La mujer es voluble como hoja movida por el viento.
El hombre consecuente cree en el destino; el voluble en el azar.