El jardín, con su serena belleza bañada por la luna, su celestial inocencia, su teología de estrellas, era para mí a la vez un reproche y un consuelo. Traté de reflexionar, de analizar...Los dos esfuerzos fracasaron; y quizá en este silencio del alma, en esta suspensión de todas las voces clamorosas de las pasiones, es cuando más preparados estamos para oír la voz de Dios.
Las cosas de las que nos hablaba el profesor de Religión quedaban lejos de mí, en una serena irrealidad sagrada, muy bellas quizá y muy valiosas, no eran ni actuales ni incitantes, y aquellas otras cosas que me preocupaban lo eran precisamente en el más alto grado.