Sostengo, pues, que los mortales que no conocen el himeneo ni las dulzuras de la paternidad, son más felices que los que tienen hijos.
Tú, ave peregrina, arrogante esplendor -ya que no bello- del último occidente: penda el rugoso nácar de tu frente sobre el crespo zafiro de tu cuello, que himeneo a sus mesas te destina.