Y que desde entonces no había hecho otra cosa sino caer, una de esas caídas interminables y mexicanas, es decir una caída pespunteada de tanto en tanto por una risa en sordina, por un disparo en sordina, por un quejido en sordina. ¿Una caída mexicana? En realidad, una caída latinoamericana 2666, pág. 582
Serena la luna alumbra en el cielo, domina en el suelo profunda quietud; ni voces se escuchan, ni ronco ladrido, ni tierno quejido de amante laúd.
Si quiero sacudirte con la flecha de mi amor, te tengo que dar duro como el palo en el tambor; que grite la guitarra su alarido de placer y el bajo que penetre tus oídos con la furia de mi tren, loco tren, la banda es una máquina cargada con la furia de mi tren.
Un aire frío pasa sobre la dura concha de los crustáceos. Un gran alarido raya el cielo con su helado relámpago de ira. Como un tapete gris llegan la noche y el espanto
Mi conturbado espíritu se regocija con la visión de un porvenir en que no habrá un sólo hombre que diga tengo hambre, en que no haya quien diga no sé lee, en que en la tierra no se oiga más el chirrido de cadenas y cerrojos.
Mi conturbado espíritu se regocija con la visión de un porvenir en que no habrá un sólo hombre que diga: Tengo hambre, en que no haya quien diga: No sé leer, en que en la Tierra no se oiga más el chirrido de cadenas y cerrojos
El aullido de los lobos nos llegó desde cerca. Fue casi como si los aullido brotaran al alzar él su mano, semejante a cómo surge la música de una gran orquesta al levantarse la batuta del conductor.
El cuerpo es carta astral en lenguaje cifrado. Encuentras un astro y quizá deberás empezar a corregir el rumbo cuando nube huracán o aullido profundo te pongan estremecimientos.
No hay sitio en mi memoria donde encuentre tu vida más que tus ya distantes huellas deshabitadas. Pues en mi sueño en vano tu rostro se refugia y huye tu voz del aire real que la devora.
Frank Sinatra tenía algo en su voz que solo he oído en otras dos personas: Judy Garland y María Callas. Una calidad que me lleva a desear llorar de felicidad, como un atardecer hermoso o un coro de niños cantando villancicos.
Proferí entonces una exclamación de alegría y lo estreché con más fuerza contra mi cuerpo, donde pude sentir, en la fiebre repentina que hizo presa de su cuerpo, los acelerados latidos de un pequeño corazón.
A su entrada reinó un gran silencio, cesaron todos de bailar y pararon los violines, tanta fue la impresión producida por la extraordinaria belleza de la desconocida y tan grande el deseo de contemplarla. Sólo se oía el confuso murmullo producido por esta exclamación que salía de todos los labios. - ¡Qué hermosa es!